lunes, 23 de junio de 2014

La historia de Rudin



 Texto: Borja Rivero

Rudin no sabe cómo se escribe su nombre porque no sabe escribir. Le pregunto cómo se escribe, pero Rudin apenas puede repetírmelo con voz muy queda y dibujar con su dedo una suerte de “n” para que el güero entienda y deje de preguntarle. Rudin no sabe dónde nació, porque su madre lo abandonó muy pronto y es la única que podría saber con certeza en qué momento del día, en qué lugar del mapa le trajo al mundo. Rudin no sabe dónde está su madre, pero sí donde su abuela. Su abuela vive en Guatemala, pero no concreta mucho más, solo que en “su casa”. La abuela de Rudin no sabe que él viaja hacia los Estados Unidos, porque no sabe cuándo, Rudin, salió de su casa para conseguir dinero para su abuela “que es viejita y pobre”. Rudin si sabe dónde está su papá. Enterrado en el país que llaman de la eterna primavera, “me lo mataron dice” y seguramente es lo único que Rudin pueda sentir como propio, la muerte de su padre y el dolor que reflejan sus ojos al expresarlo. Eso y la marca de un accidente, un autobús “me atropelló cuando era chiquito”. No sabe Rudin tampoco hacia qué lugar de los Estados viaja, pero allá tiene dos tíos, viven “en sus casas”, supone, con la ternura de quien espera encontrar casas de tíos por todo el terreno estadounidense. 


 
Viaja sin nada. Sin identificación, sin mochila, sin rumbo fijo. Viste una camiseta de Pepsi que seguramente en el principio del viaje era blanca y que ahora luce la dureza de viajar subido en un tren que llaman “La Bestia” y que va desgastando las camisetas, las esperanzas y los sueños. Tiene, en su diálogo, una cadencia a mirar al suelo, desorientado como está, como si de ese suelo que ahora pisa y mira, necesitará desentrañar la seguridad que seguro no le acompañará en lo que pueda quedarle de viaje. Nos pide ropa porque no lleva nada y sus zapatos están raídos, sus calcetines rotos, llenos del óxido del tren y la tierra del viaje. Rudin tiene una cara inocente y unos ojos limpios de todo mal, es un niño de 14 años que camina y habla como un verdadero huevón de 14 años, con esa pesadez que se tiene a la edad en que se empieza a descubrir que el mundo es redondo y que caminar es lo que nos queda a todos los hombres y mujeres y que aceptamos en un principio como una verdad que nos cansa.
Le digo a Rudin que llame a su abuela, pero él dice que no hace falta, que no me preocupe, que ya hizo amigos. Los conoció en el tren. Uno de ellos no para de seguirnos cuando hablo con él, celoso quizá de que Rudin pueda confesarme algo que no sé qué es. Pero Rudin no va a confesarme, los que él denomina como amigos no saben que Rudin por no saber no sabría ni que traman aunque lo hicieran delante suya. Los que se suponen sus amigos podrían ser mareros o ladrones o polleros que solo hacen el camino para aprovecharse de gente como Rudin. Podrían ser, sin que Rudin lo supiera, quienes van a condenarle a un disparo, a un secuestro, a una paliza. Rudin confía en llegar a los “Estados” y trabajar y aprender más para volver con su abuela a la que llama “mamá, porque es con quien me crié”, a su casa en el país que huele a leña quemada. 


 
Me quedo observando a Rudin después de nuestra charla, desde lo lejos, veo como se le acerca un tipo a decirle algo, se separa y se tumba a la sombra, en un poyete, a descansar los tres días sin sueño que lleva encima. Rudin sabe más bien poco, casi nada, pero mucho más de lo que pueda parecer. Sabe de decisión, de ganas de vivir, de fuerza para mejorar. Lo nombro tanto para que no caiga en el olvido, para que al menos quien lo lea lo nombre y no quede en el olvido. Poco sé yo más que Rudin, pero su historia me confirma la triste certeza de que estoy cansado de este pinche mundo cabrón que no respeta la inocencia pura y limpia de chicos como Rudin, de niños en la edad del pavo y menos, de chavales que sin rumbo viven, que sin pasado claro caminan, que sin seguridad alguna deciden un día agarrar un tren comercial para tener plata, para tener una mejor vida, para dejar de ser nadies. Porque eso sí que lo saben bien los y las nadies de este mundo, son absolutamente conscientes de que lo son, por eso deciden perseguir sus sueños donde sea y como sea, aunque el camino se los lleve por delante, aunque ya estén casi condenados a ser alimento inocente de la máquina que sus sueños devora.



viernes, 20 de junio de 2014

Bajadas y subidas

¿Te has preguntado alguna vez qué se puede hacer cuando nada te indica lo que debes hacer?

Miro a las vías cuando llega el tren. Todas y todos lo hacemos. Por mucho tiempo que llevemos aquí, por muy acostumbrados o acostumbradas que podamos llegar a estar con la frecuencia. Lo hacemos porque estamos esperando para echar una mano, para indicar a las personas que van montadas en La Bestia que las esperamos, que tienen un espacio para ellas, que van a estar seguras y cuidadas con nosotras y nosotros.

La gente mira cómo pasan. Escucha el sonido del tren al frenar y recular. Se impacta con la imagen de los vagones repletos de personas encima de ellos. Los diversos modos de bajar de allí por mucho que indiquemos que esperen a que pare totalmente, por más que indiquemos que llega el retroceso y les puede matar.



Yo con el tiempo miro más allá. Más adelante en el tiempo. El momento posterior a total desembarco del tren, si la palabra desembarco se puede utilizar para tan demoniaca máquina. Cuando han bajado todas y todos. Los instantes posteriores a cuando se aproximan al albergue los que saben dónde estamos o las que han oído nuestra llamada. El breve espacio de tiempo tras la desaparición de todas y todos, bien en el albergue, bien tras sus guías y polleros, que tan sorprendentemente rápido se va. Se van y desparecen todas y todos. Pero siempre hay indecisos e indecisas. Siempre hay personas que bajan del tren y que nadie “vela” por ellas. Usualmente hay grupos pequeños, tríos o parejas a las que nadie parece hacer caso. Esos grupitos que no están conducidos por las mafias y que no saben que existe el albergue o no se fían de nada. Es bueno no fiarse de nada en este viaje. Toda precaución y desconfianza son pocas. Son esos grupos de personas que se bajan del tren y no saben si vienen o si van. Si es mejor estar o si realmente son conscientes de que ya no son para casi nadie. Hay quién los llamó “Invisibles” como a todas y todos los que hacen el trayecto migratorio. Son los que últimamente más me llaman la atención. Esas personas que necesitan que alguien, sin que les transmita desconfianza o miedo les indique dónde ir y qué hacer. Al menos hasta la próxima salida del tren. Hasta que el destino elegido les marque terriblemente los ritmos. Posiblemente pocas horas después, aunque eso nunca es del todo seguro.

Como tantas cosas que vemos por aquí, tienen su reflejo en la sociedad tan lejana desde la que hemos venido. Un reflejo deforme, injusto e incluso esperpéntico a lo Valle Inclán Style. Personas que se apean del bus en una terminal de autobuses de una gran ciudad sin saber por dónde queda la salida, anestesiados pasajeros de un avión recién aterrizado que no encuentran dónde recoger su equipaje, turistas en un suburbano que no sospechan qué dirección tomar para que la salida les deje frente a su monumento o atracción buscada.

Volví por allí hace un tiempo. En esos momentos tuve la tentación de dar la mano a muchas personas. Agarrar la mano y con la mayor de mis sonrisas y el más grande de mi cariño invitarlas a acompañarme al mejor de sus destinos. Pero no lo hice. Afortunadamente. Creo que me hubiera ganado más de un disgusto, algún porrazo o búsqueda de excusas ante alguna autoridad. El mundo no está preparado para que yo vaya ofreciendo tomar de la mano a nadie. Nadie necesita una mano como la mía para salir de su despiste. Mi mano está inmersa en una sociedad que controla su acción hasta esos límites.

Al volver por Ciudad Ixtepec es aún peor. Si me acerco a ofrecer la mano a alguna persona que baja perdida del tren, que no sabe si viene o si va, seguramente salga huyendo de mí. Puede creerme un agente de migración, un atracador, un narco, un marero o un proxeneta blanquito con mucha plata.

No hago más que mirar cuando el tren está totalmente parado y todo el mundo ha descendido. Mis compañeras y compañeros ya están activos recibiendo a todas las personas que llegan al albergue y se retiran como si no hubiera más que ver en esa llegada de La Bestia. Yo sigo observando en la distancia a los grupitos que bajaron y ahora no saben si vienen o si van. Me guardo las manos en los bolsillos para no tener tentaciones y para que no actúen solas. Me siento un tullido más, cerca de unas vías que han mutilado a tantos. Pero sé que es una amputación moral, fruto del mundo en el que vivo. Soy consciente de que en cualquier momento puedo mirar a otro lado y agarrarte a ti la mano y llevarte a dar un paseo por donde los dos queramos ir. Aunque nunca será lo mismo tras haber visto todo esto...





Nota del Editor: Hoy es 20 de Junio. Día Mundial de los Refugiados. Viendo la realidad de primera mano, aquí en el Albergue Hermanos en el Camino, nos dan más ganas que nunca de seguir dando la mano a tantos y tantas que lo necesitan. Desgraciadamente sólo tenemos cinco dedos y uno de ellos está ocupado haciendo una peineta a un mundo tan injusto como éste, que permite que muchas personas tenga que huir de sus lugares de origen y pedir asilo y refugio, simplemente para poder vivir. Se necesitan más manos, muchas más...




martes, 10 de junio de 2014

¡Que Dios te bendiga!

Si juntara todas las bendiciones que he recibido en los últimos tiempos de personas que pasan por el albergue, con total seguridad tendría convalidados todos mis pecados pasados (que no son pocos) y todos lo que cometeré el resto de mi vida (que espero sean muchísimos más). Parece gratis decirle a alguien aquello de “¡Dios te bendiga, muchas gracias!” pero me gusta pensar que implica algo más que una frase hecha. 






Claro que si juntara también todas las suertes del mundo que he deseado y con las que he contestado a las bendiciones y gratitudes, todos los deseos de éxito y de que se cumplan ciertos sueños, probablemente en Texas ya existiría una ciudad sucursal de San Pedro Sula del tamaño de Wisconsin. Quiero pensar que todos esos grandes deseos de buen camino y buena suerte tampoco son gratis y lo digo de corazón. Es así, tampoco soy tan malo como para no agradecer una bendición divina con un deseo de buena suerte. Aunque no sepa qué tamaño tiene la ciudad de Wisconsin.

El trasfondo y lo que me intranquiliza de todo esto es que sé de buena tinta que casi nada es cierto. Que ni las bendiciones convalidan pecados, ni mis deseos de buena suerte esquivan problemas en los caminos. El mundo está tan mal montado que acepto las bendiciones sin explicar que poco tiene que bendecir un Dios que permite que esa persona se esté jugando la vida en condiciones infrahumanas en pos de un sueño que normalmente no llega a la categoría de pesadilla tolerable y que huye de algo que le tiene marcada de por vida. Dios está tan ocupado que ni siquiera castiga que yo reparta suertes y buenos deseos por doquier a personas que a veces ni reconozco por el mero hecho de recibir una sonrisa de sus caras o de contestar adecuadamente una bendición. 





Recordé un día la canción de Los Rodríguez, aquella de dicen los toreros: ¡Buena suerte, compañero!Y me pasé una buena temporada agradeciendo e invocando al azar así. Por supuesto, sin lo de los toreros, aunque todo el mundo piense que por nacer en España tienen que gustarte. También recordé un día lo afortunado que soy por poder vivir ciertas cosas y que encima te den las gracias por ello. Pero esa ya, es otra historia.

“¡Buena suerte, compañero/a!”




 
B.S.O.: "Buena suerte", Los Rodríguez






sábado, 7 de junio de 2014

Calma chicha





Pasan los días y Boris sigue sin haberse dejado notar como se preveía por la zona. Boris es una tormenta tropical que venía del Pacífico e iba a campar por sus anchas por nuestro Istmo de Tehuantepec. Pero no. Boris nos ha dejado unas pocas lluvias y un permanente cielo cubierto pero no sabemos si eso responde a Boris o no. No sabemos mucho del tema. El jueves cerraron las escuelas como medida de preventiva y a alguno que otra nos pilló por las deterioradas calles de Ciudad Ixtepec saltando charcos bajo la esporádica e irregular lluvia.



Vivimos en una calma chicha muy mexicana. O no. No podríamos decir si en México se siente eso de la calma chicha. Boris y el tren están jugando con nuestra paciencia. Esperamos que llegue algo y ni viene ni deja de venir. Boris no se sabe si está, si viene o se va, y llevamos esperando el tren desde hace una semana. La calma chicha se convierte en nerviosismo tenso cuando esperas más de dos o tres días la llegada de La Bestia porque sabes que la próxima vez que aparezca vendrá más llena que de costumbre porque se va acumulando gente para montar en ella. Las últimas previsiones, de hace un par de días, indican que hay más de 2000 personas en Arriaga esperando montarse en ella. Pero claro, son previsiones de hace dos días y aquí el tiempo es oro y la calma chicha trastoca los planes.

 

¿Por qué no llega La Bestia? Se han dado circunstancias que indican mucho cómo funcionan las cosas entorno a ella. Descarriló cuando salió de Arriaga. Algo más habitual de lo que parece, por muy tremendo que parezca. La empresa que gestiona los trenes manda una grúa que remolca a La Bestia cuando descarrila y la vuelve a poner en funcionamiento. Ahora parece que la grúa también ha descarrilado. Es imposible aburrirse en México, sin duda alguna.



Todo estos son temas que pierden gracia contados desde lejos. Realmente son temas que no tienen gracia. Pero son temas de los que hablamos cuando la calma chicha se hace insoportable. Otro tema sería debatir porqué se llama Boris a esta tormenta tropical si casi todas tienen nombre de mujer, o si la grúa remolcadora de La Bestia se llama de alguna manera como casi todos los grandes aparatos que acometen obras o importantes movimientos funcionales. Esas cosas que pasan por la cabeza cuando la calma chicha no te deja pensar con claridad mientras llueve sobre mojado...





martes, 3 de junio de 2014

"Si controlas tu viaje serás feliz..."




“Si controlas tu viaje
serás feliz”
(El tren, Leño)





Nadie controla un viaje a lomos de La Bestia. 
Nadie. 
Ni siquiera el que ya ha viajado varias veces encima.

Nadie será feliz, mientras dure el camino. No debe serlo, no se debe descuidar.



Pero, sobre todo, nadie se puede permitir el lujo de pensar que va a controlar el viaje. Ni siquiera el que ha pagado mucha plata por un coyote o un pollero que le guíe y proteja. El tren iguala a todos bajo la dictadura de La Bestia. Nadie viaja mejor por traer más dinero. Ninguno tiene un mejor viaje por estar más o menos acompañado. Los niños y los mayores no tienen preferencia, más bien todo lo contrario. A las señoras no se les cede ningún sitio por caballerosidad ni se les tiene un trato cortés si no que tienen más dificultades que los hombres simplemente por el hecho de ser mujeres.
Nadie puede controlar el viaje.



El otro día, al regresar a Ciudad Ixtepec, un niño se cayó del tren cuando este paró y reculó como suele hacer al llegar a destino. Es un movimiento que toma de sorpresa a los que van subidos en La Bestia y que al oírlo sientes una punzada en la espalda que no sabes muy bien por qué te aparece. El niño cayó y su madre saltó rápida a por él para evitar que el tren le aplastara al pasarle por encima. El resultado fue que el niño perdió el pie y la madre la mano cuando lanzó su brazo para rescatarlo. Hubo quién lo vio a pocos metros y no quiere hablar de ello. Otros piensan que pocas cosas de este tipo observamos en primera persona para la frecuencia con la que vemos pasar el tren.


El ruido del tren aterra por lo que significa. Me gustaría contar una historia a caballo entre “ElTren” de Leño y el “El Chacachá del tren” de El Consorcio, pero a día de hoy solo me queda la idea de transmitir de que nadie controla un viaje a lomos de La Bestia. 






“El tren
después de latir a velocidad
ya va lento a su final
casi tú sabes cuando va a parar
si controlas tu viaje serás feliz.”
(El Tren, Leño)




B.S.O. I: "El Tren", Leño.
B.S.O. II: "El Chacachá del tren", El Consorcio.