Texto: Borja Rivero
Rudin no sabe cómo se
escribe su nombre porque no sabe escribir. Le pregunto cómo se
escribe, pero Rudin apenas puede repetírmelo con voz muy queda y
dibujar con su dedo una suerte de “n” para que el güero entienda
y deje de preguntarle. Rudin no sabe dónde nació, porque su madre
lo abandonó muy pronto y es la única que podría saber con certeza
en qué momento del día, en qué lugar del mapa le trajo al mundo.
Rudin no sabe dónde está su madre, pero sí donde su abuela. Su
abuela vive en Guatemala, pero no concreta mucho más, solo que en
“su casa”. La abuela de Rudin no sabe que él viaja hacia los
Estados Unidos, porque no sabe cuándo, Rudin, salió de su casa para
conseguir dinero para su abuela “que es viejita y pobre”. Rudin
si sabe dónde está su papá. Enterrado en el país que llaman de la
eterna primavera, “me lo mataron dice” y seguramente es lo único
que Rudin pueda sentir como propio, la muerte de su padre y el dolor
que reflejan sus ojos al expresarlo. Eso y la marca de un accidente,
un autobús “me atropelló cuando era chiquito”. No sabe Rudin
tampoco hacia qué lugar de los Estados viaja, pero allá tiene dos
tíos, viven “en sus casas”, supone, con la ternura de quien
espera encontrar casas de tíos por todo el terreno estadounidense.
Viaja sin nada. Sin
identificación, sin mochila, sin rumbo fijo. Viste una camiseta de
Pepsi que seguramente en el principio del viaje era blanca y que
ahora luce la dureza de viajar subido en un tren que llaman “La
Bestia” y que va desgastando las camisetas, las esperanzas y los
sueños. Tiene, en su diálogo, una cadencia a mirar al suelo,
desorientado como está, como si de ese suelo que ahora pisa y mira,
necesitará desentrañar la seguridad que seguro no le acompañará
en lo que pueda quedarle de viaje. Nos pide ropa porque no lleva nada
y sus zapatos están raídos, sus calcetines rotos, llenos del óxido
del tren y la tierra del viaje. Rudin tiene una cara inocente y unos
ojos limpios de todo mal, es un niño de 14 años que camina y habla
como un verdadero huevón de 14 años, con esa pesadez que se tiene a
la edad en que se empieza a descubrir que el mundo es redondo y que
caminar es lo que nos queda a todos los hombres y mujeres y que
aceptamos en un principio como una verdad que nos cansa.
Le digo a Rudin que
llame a su abuela, pero él dice que no hace falta, que no me
preocupe, que ya hizo amigos. Los conoció en el tren. Uno de ellos
no para de seguirnos cuando hablo con él, celoso quizá de que Rudin
pueda confesarme algo que no sé qué es. Pero Rudin no va a
confesarme, los que él denomina como amigos no saben que Rudin por
no saber no sabría ni que traman aunque lo hicieran delante suya.
Los que se suponen sus amigos podrían ser mareros o ladrones o
polleros que solo hacen el camino para aprovecharse de gente como
Rudin. Podrían ser, sin que Rudin lo supiera, quienes van a
condenarle a un disparo, a un secuestro, a una paliza. Rudin confía
en llegar a los “Estados” y trabajar y aprender más para volver
con su abuela a la que llama “mamá, porque es con quien me crié”,
a su casa en el país que huele a leña quemada.
Me quedo observando a
Rudin después de nuestra charla, desde lo lejos, veo como se le
acerca un tipo a decirle algo, se separa y se tumba a la sombra, en
un poyete, a descansar los tres días sin sueño que lleva encima.
Rudin sabe más bien poco, casi nada, pero mucho más de lo que pueda
parecer. Sabe de decisión, de ganas de vivir, de fuerza para
mejorar. Lo nombro tanto para que no caiga en el olvido, para que al
menos quien lo lea lo nombre y no quede en el olvido. Poco sé yo más
que Rudin, pero su historia me confirma la triste certeza de que
estoy cansado de este pinche mundo cabrón que no respeta la
inocencia pura y limpia de chicos como Rudin, de niños en la edad
del pavo y menos, de chavales que sin rumbo viven, que sin pasado
claro caminan, que sin seguridad alguna deciden un día agarrar un
tren comercial para tener plata, para tener una mejor vida, para
dejar de ser nadies. Porque eso sí que lo saben bien los y las
nadies de este mundo, son absolutamente conscientes de que lo son,
por eso deciden perseguir sus sueños donde sea y como sea, aunque el
camino se los lleve por delante, aunque ya estén casi condenados a
ser alimento inocente de la máquina que sus sueños devora.
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